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ISSN 1989-4163

NUMERO 79 - ENERO 2017

Una Lección de Urbanidad

Paco Piquer

            Todas las pertenencias de Marcos cabían  en el destartalado carrito de supermercado. Oxidado, chirriantes sus ruedas, traqueteaba, empujado con esfuerzo, sobre los deteriorados adoquines de la acera.

            La helada lluvia, nieve hacía un instante, calaba ya el viejo abrigo del hombre, que fue verde un día. El ajado gorro de lana  impedía apenas que las gotas de agua resbalasen sobre su rostro.

            Marcos se detuvo y bebió un trago de un cartón de vino barato, agitándolo después y calibrando por su sonido si el resto del contenido le resultaría suficiente para quemar su gaznate un par de veces aún, antes de llegar a su chabola. 

            Entonces  vio al hombre.

            Vestía un elegante abrigo negro y se acodaba en actitud pensativa sobre la barandilla del puente.

            Marcos llegó a su altura.

            El carro apenas podía avanzar. Sus ruedas se clavaban en los sucios restos de hielo que cubrían el pavimento.

            El vagabundo se detuvo junto al hombre saludándole con su voz cascada.

           - ¡Feliz Navidad, amigo! – gritó Marcos, ya bastante alegre a aquellas horas de la tarde.

            El hombre no contestó y Marcos siguió su camino farfullando un discurso incoherente sobre la falta de educación de las nuevas generaciones. De pronto, como en un arrebato, abandonó el carrito y volvió sobre sus pasos, acercándose otra vez hasta donde se encontraba el desconocido.

            - ¡Eh!, amigo – la indignación erizaba los pelos de su barba descuidada - ¿Sabe usted lo qué es la educación? – preguntó mientras clavaba en aquel hombre su mirada enrojecida por el alcohol -  ¡Es Navidad! ¿O no?  - Su vozarrón cascado resonó en el puente como un trueno.

            El desconocido pareció reparar por vez primera en la presencia de Marcos.

            - Dispense, estaba distraído – respondió balbuceante.

            - Si es qué no cuesta nada, hombre – los efectos del vino provocaron un discurso vehemente,  casi agresivo.  – Es Navidad, ¿no? Pues yo le felicito ¡Feliz Navidad, amigo! y usted me contesta ¡Feliz Navidad! Y yo me voy tan contento y usted puede seguir ahí, contemplando el río. ¿De acuerdo?

            El hombre parecía desconcertado, pero asintió con un gesto de su cabeza.

            - Venga, comencemos de nuevo – Marcos retrocedió tambaleándose algunos metros, deshaciendo el camino. Luego, rehizo sus pasos.

            Al llegar de nuevo a la altura del hombre que vestía el abrigo negro, saludó como si no lo hubiese visto antes.

            - ¡Feliz Navidad, amigo! 

            - ¡Feliz Navidad! – respondió el desconocido.

            Marcos siguió entonces su ruta, empujando, cada vez con más esfuerzo, su carrito. Una sonrisa de satisfacción alegraba su rostro.

            Se detuvo unos metros después, retomando su incoherente monólogo sobre las olvidadas normas de urbanidad  y, volviéndose,  gritó con su voz cascada:

            - ¡Y próspero Año Nuevo!

            Pero ya el hombre había desaparecido del puente.

            Marcos se encogió de hombros y continuó caminando hacia las afueras.

            Sus “clientes” se habían mostrado generosos durante la jornada y el arqueo de su cacillo le había permitido calentar el estómago, reponer su provisión de alcohol y retirarse antes de que la llegada de la noche enfriase aún más la esquina donde pedía habitualmente.

            Y aún le habían sobrado algunas monedas para un pollo asado y una botella de vino, de inclasificable denominación de origen, que serían su aportación a aquella Nochebuena que celebraría con Tomás y Genaro, los dos colegas que compartían con él la chabola.

            Un buen fuego, unas risas y a dormir.

            Eso si no decidían terminar la juerga pidiendo a la salida de la misa del gallo, para celebrar del todo la festividad.

            Compró el pollo y la bebida en el último bar del pueblo. Era casi de noche cuando llegó al descampado donde se asentaba la chabola.

            Genaro había llegado ya y estaba encendiendo el fuego. Poco después llegó Tomás, blandiendo entusiasmado una barra de turrón.

            Cerca de la medianoche terminaron el festín.

            Había resultado sabrosísimo el pollo, que acompañaron con un pasado arroz frito, obsequio a Genaro de los cocineros de un restaurante chino a los que, en ocasiones, ayudaba a llevar la basura hasta el contenedor. El dulce aportado por Tomás remató la opípara cena.

            - ¡Feliz Navidad, amigos! – brindó Marcos, levantando el cartón de vino, a la vez que eructaba sin ningún complejo.

            - ¡Feliz Navidad! – contestaron casi al unísono Tomás y Genaro.

            De pronto, los tres mendigos comenzaron a reírse a grandes carcajadas. Borrachos. Felices.

            Marcos decidió que aquella era la mejor Nochebuena de hacía muchos años y antes de entregarse al sueño que propiciaban los vapores del vino barato, aún tuvo tiempo de pensar en lo educados que eran sus dos camaradas y en lo orgulloso que se sentía de ellos.

 

Una lección de urbanidad

 

 

 

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